Yo había decidido fumar hace muchos años y los humos se habían impregnado en mi piel, en todas las prendas, en el mismísimo vaso que luego por las mañanas a burbujas muertas pasaba por agua, en los rincones de todas las habitaciones por las que había pasado, en los pajonales, en todos mis discursos políticos, éticos, estéticos, esotéricos, se recostaba conmigo y se levantaba más tarde, había llevado ese humo a los límites más remotos, a los lugares más incendiables, a los vientos más puros, sobre las ruedas del destino más cruel, por encima de los enfermos, sobre las bocas de mis amores, en las entradas de los duelos más dolorosos, en los cementerios por noches, en los balcones por los días, en las ausencias, en mi madre, con mi padre y de nada valía. El cigarrillo se había convertido en una parte extendida de mi corporalidad, en esa extensión en la que, como a los enfermos, deberían cortar para poder seguir recuperando las partes en las que no se había extendido la mutación de la contaminación, había que recortar por los lados todo tipo de registro sonoro en ese inhalar y exhalar que ajustaba mis pulmones en el rincón de la muerte, frente a la devastada vida.
Había comprendido para entonces que era mejor quitarme del medio, ese medio que se me presentaba como el mundo que tengo a mi posesión, ese eterno tanque basural al cuál le tiro insistentemente una comida de bencina, unas semillas de alquitrán, algunos restos de plásticos y no habían flores por crecer. De todas maneras él me dejaría más temprano o más tarde, lo presentía, tenía esa amargura como de mate mañanero que me avisaba en el fondo y por los frentes que una tarde de verano, muy previo al amanecer de las flores de cosecha me habría abandonado y yo estaría ahí, tirado en una plaza nuevamente esperando que se seque mi pantalón para poder sentarme en otra habitación e intentar no fumar porque se como es esto, uno comienza gustando, comienza por envolver de razones amorosas el intento de encender un tabaco, de razones lógicamente románticas, sistemáticas que también lo llenan a uno de condiciones dolorosas en el explicar cuándo se comenzó con este hábito, hablar de los gitanos americanos, de las rosas maravillosas, de ansiedades a veces y de angustias otras, de renegar por los precios, tragar un vaso de oscuridad y dejar el secreto guardado entre la lengua y los dientes que faltan. No había comprobado hasta ese entonces que la gente veía mis amuletos, mis cigarrillos, todos mis encendedores robados como una parte inanimada de mi cuerpo y entonces la relación matemática comenzaba, bastaba con pedirme que dejara de fumar en su balcón del piso 18 para pedirme que baje a la calle y que no vuelva con ese aroma de arrabal o que una relación amorosa debería terminar porque el humo se pegaba a los ojos y apenas se veían las palabras en esas revistas que algunas veces hablan de efemérides y otras veces de las cremas de aloe vera.

Entrando al aire

Perdón que utilice todos los medios disponibles al alcance de mi débil mano que te rodea los pómulos y que comience por descifrar esa minúscula magia que a granitos vas desnudando de una boca redondeada y azulada la verdad del mundo y es cierto, no es suficiente y te he oído hablar al respecto, siempre fuiste un poco franco cuando de heridas o verdades, que es lo mismo, se habla. Pero creo que tenemos que hablar de un indescifrable texto que no has leído, esa amargura vana, siempre me ha costado dejar las cenizas del puro sobre la curbeante mesa, pero de otras cenizas de las que no pudimos hablar son las de los cuerpos rondeantes, ese suave y volátil. Que cosa misteriosa.